domingo, 9 de noviembre de 2008

Pensar que mi amor puede servir como cristal por el cual se refleje el profundo e insondable amor de Aquel que lo es Todo…

Sentir que el infinito se entrelaza con mi propia finitud, y que yo que nada soy, sirvo al Todo que lo es Todo, y como Todo nada lo contiene; pero que por Gracia, en un instante finito, el de mi propia existencia, se permite hacer de mi ser el alfabeto a través del cual el lenguaje de lo insondable se haga legible para los ojos finitos de los hombres mis hermanos.

Que ironía es esta de que Dios siéndolo todo, se valga del hombre que no es nada y para el Todo lo es todo, pues procura constantemente el amor de su criatura, seduciéndola. Buscándola, anhelándola con un deseo infinito.

Y porqué este sentir que se va herido, como por una flecha que traspasa el alma, una dulce herida de muerte; un amor que todo lo invade, que da sed y que te embarga, que hiere pero no mata, sino que abre a la vida, como una herida que sana, que acalla la pregunta de la finitud, el anhelo profundo de sentido, el sinsabor de la vida que se apaga.

Y la razón de esta esperanza profunda, de que en la muerte la vida no se acaba; esta lógica confusa que todo lo invierte; el morir que da la vida, el nacer de nuevo siendo viejo, la mejilla que se pone ante la ofensa, el amor que al odio responde, el servir que hace del siervo un monarca.

Que complejo es expresar con palabras, lo insondable del Todo que me embarga; que imposible es silenciar esa voz, la de la verdad que al revelarse impide volver a la sombra de las propias seguridades, agradables pero vanas.

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