Narran los Evangelios la manera
como un día Jesús enseñaba a la orilla del lago Genesaret y la gente se
agolpaba para oírlo; parece que era tal la cantidad de personas que tuvo que
subirse a una barca, que estaba a la orilla; y rogar a Simón, el dueño de la
barca, que se alejara un poco para poder predicar desde allí.
Había sido una jornada larga y pesada para
Simón; toda una noche tratando de pescar y no había conseguido nada; poco habían
valido todos los años de experiencia, la práctica y la destreza adquiridas.
Jesús termina de hablar a la
gente y se dirige a Simón, “boga mar adentro y echad vuestras redes para
pescar”, “Señor lo hemos intentado toda la noche, pero por tu palabra echaré
las redes”; y entonces ocurre lo inesperado; lo que Simón no esperaba, la redes
se llenan de peces hasta casi reventar.
Al ver esto, Simón cae de
rodillas, “aléjate de mi Señor, que soy un hombre pecador”; Jesús lo mira una
vez más y de manera fulminante le dice “no temas, desde ahora serás pescador de
hombres”.
Simón y sus compañeros llevan a tierra las
barcas, y dejándolo todo: la gran pesca, las barcas, la profesión de toda una
vida, todo, le siguieron.
Así un día sucedió con todos;
trabajando, estudiando, colaborando en la parroquia, un día cualquiera el Señor
se nos subió a la barca y nada pudo volver a ser lo mismo que hasta entonces. Bastó
la fe para enamorarse de aquel que no quita nada y lo da todo, y vino entonces
la pregunta ¿Por qué no ser sacerdote? La pluralidad de nuestras vidas se vio
unida por la llamada de Dios que siendo uno, nos invitó a seguirle.
De eso ya hace 11 o 9 años; cómo
olvidar la fuerza del entusiasmo primero, la alegría mezclada con las dudas del
proceso de discernimiento; los primeros partidos de fútbol en las pastoral
vocacional, y los sentimientos encontrados de aquel retiro de toma de decisión;
era la vida, era el vértigo de un corazón joven al caminar sobre el agua, como
un estar en los pies de Pedro avanzando hacia Jesús sobre las aguas, mientras
el viento soplaba fuerte.
Fue así como llegamos a esta
casa, con sueños, expectativas, temores; armados de nuestra única certeza, la
de que habíamos escuchado al Señor que nos llamaba y queríamos responderle.
Marcos dice con sencilla hermosura:
“Subió al monte y llamó a los que
él quiso; y vinieron junto a él”.
Tantos años distantes de la
experiencia fundante de aquellos hombres con Jesús, y ahora éramos nosotros los
que veníamos junto a él, a estar con él; no puede haber otra manera más
acertada de definir nuestro estar aquí en el seminario: “estar con el Señor”.
Al
pensar en aquellos días primeros en esta casa, nuestra memoria se llena de
recuerdos; las primeras noches aquí, las instrucciones, la vida comunitaria,
los amigos que ya no están, el padre Jaime y el padre Memo, Monseñor Roberto… y
ocho años que se veían lejanos.
Vivimos
intensamente esos primeros años, quizás por eso los recordamos con tanta
alegría. Parece que fue ayer que estábamos viéndonolas con la filosofía,
ansiosos por la síntesis, trasnochando un poco pero felices.
Las aguas mansas de la teología
no son tan mansas como se les anuncia, pero si han sido la ocasión de
estructurar la propia fe, de amar a Dios conociéndolo y de entender aquello de
que la razón y la fe son las dos alas del conocimiento humano.
Sin darnos cuenta la vida nos
puso aquí, en el lugar de los hermanos mayores de esta casa; vivimos muchas
despedidas, pero jamás imaginamos la propia.
La historia se divide en antes y
después de Cristo, y esto de manera especial para aquellos hombres de Galilea;
no fue fácil cambiar de manera de pensar, comprender aquello que Jesús quería,
entender la voluntad de Dios, hacer del amor la verdad de la propia vida.
Todas las historias son
distintas, aún en una misma casa; cada uno de nosotros ha vivido esta
experiencia de seguimiento de manera única e irrepetible; por caminos similares
pero diversos; igual que los discípulos hemos dudado en ocasiones, hemos sido
tardos para entender; hemos visto como muchos abandonan el camino, hemos estado
con el Señor, pero también lo hemos dejado solo en ocasiones; hemos conocido de
su misericordia, de su confianza en nosotros, y después de ocho años, aun
llevamos en el corazón el deseo de seguirlo.
No somos los mismos, hemos
crecido, madurado; jamás estaremos terminados, pero lo que ha hecho en nosotros
Dios en este tiempo de seminario, es algo que marca nuestra vida.
Deuteronomio 1, 31 dice:
“Has visto que el señor tu Dios
te llevaba, como un padre lleva a su hijo, a lo largo de todo el camino que habéis
recorrido hasta llegar a este lugar.”
Al mirar atrás, esa es hoy,
nuestra mayor certeza; ha sido Dios quien nos ha traído hasta aquí.
Por eso un día como hoy es
oportunidad para dar gracias a Dios por su fidelidad para con nosotros; por eso
un día como hoy es propicio para agradecer a nuestros formadores, a nuestros
docentes, a nuestras familias, a los empleados de esta casa, a ustedes, nuestra
comunidad, nuestros amigos; porque han hecho de nosotros lo que somos hoy.
Es un día propicio también para
pedir perdón, si no hemos sido suficiente luz para sus vidas, si algún detalle
o momento pudo desdecir de nuestro testimonio para con ustedes. Damos gracias a
Dios si en algo hemos sido luz para sus pasos, lo malo ha sido obra nuestra, lo
bueno, gracia del Señor.
Nos encomendamos a sus oraciones,
pidan al Señor por nosotros, ruéguenle que dejemos ver su rostro en nuestras
vidas, que nos conceda el don de serle fieles y de amarlo, con el ser entero,
entregándonos a los hermanos; los llevamos en nuestras oraciones, sepan que
cuentan con 11 amigos allá afuera.